Han pasado treinta y tres días desde tu muerte y no puedo
dejar de extrañarte. Me enseñaste en menos de seis meses lo que es el amor
verdadero y que aunque no manejábamos el mismo lenguaje podíamos entendernos y preocuparnos
infinito la una por la otra.
Viene a mi mente el suelo. Cuando lloraba silenciosamente
con el deseo de fundirme en el piso y caer a un infierno menos frío que el que
estaba viviendo; tú tomaste mi cabello entre tus dientes y tiraste de él,
obligándome a seguir pensando en la vida. Tus ojos desataron esa tarde mi
sonrisa. Quisiste lamerme la mejilla mas recordaste que “Niebla, no me gustan
los besos” y sólo te arrebujaste en mi regazo dejándome ver lo incondicional de
tu cariño.
Me enseñaste que la vida es un constante fluir de
acontecimientos que escapan de nuestras manos, que si me detengo será sólo mi
pausa, que todo seguirá moviéndose alrededor como un carrusel de feria. No te
importaba si quería pasar toda la tarde en cama lamentándome, tú tenías hambre,
querías ir al baño, necesitabas un paseo, deseabas moverte y querías que lo
hiciera contigo. Para ti no fui sólo una incubadora, fuiste la única que me
hizo sentir productiva durante el embarazo pues no te importaban mis dolores, mis ascos, mi
cansancio, tú tenías hambre, querías ir al baño, necesitabas un paseo,
necesitabas de mí. Y yo de ti.
Cuando el veterinario me dijo que no pasarías del viernes
sentí una gran tristeza presionando mis pulmones, “no te mueras, pequeñita”,
dije, y fiel a mí te mantuviste con vida.
Luego fue mi turno de ir al doctor, chequeo de rutina. Te dejé solita en casa. Las cosas se pusieron
graves y me retuvieron ahí más horas de las que consideré necesarias. Se dieron
las 8 de la noche y por fin pude regresar a casa. Cuando no saliste a buscarme
sentí frío en mi parte derecha y me invadió un miedo que antes no había
sentido.
Verte tirada en el piso, como dormida, me hizo sentir por
primera vez con dolor la muerte. Perdón por mi descuido, por no haber estado
ahí para acompañarte en las últimas horas, por no haberte dejado lamerme ni un
poco. A veces, cuando nadie mira, voy al pequeño sitio donde te enterramos y me
dedico a extrañarte. Pequeñita, donde estés guárdame un sitio, un ladrido, mil lengüetazos;
algún día he de alcanzarte y seguro entonces ya podré correr a tu ritmo. Aguarda
con paciencia mi llegada, prometo no demorar tanto esta vez.