Fernanda corrió entre el caos que poblaba las calles con la esperanza de alcanzarlo pero, a pesar de dejar atrás a Julieta, fue en vano; bajo la escultura tiritaban de frío un par de hombres: ninguno era él.
–Otra vez me manda a buzón –dijo tras marcar el celular por décima vez. Julieta no contestó. También Fernanda guardó silencio.
–¡Mierda! –se quejó Julieta después de un rato–: Tengo agua hasta el culo y este pendejo no llega. ¡Chingadamadre! ¿Nos podemos ir ya?
Fernanda le lanzó una mirada reprobatoria.
–Quedamos a las seis y ve la hora que es –le recordó a su amiga, conciliadora. Le hubiera gritado pero también se sentía culpable del granizo que le dejó a la chica un arañazo rojo en la mejilla.
–Uuuuy, qué mal me siento por haber hecho esperar doce minutos al hijo de puta –ironizó con los ojos en el reloj–. Te aviso, cuando lo vea le meteré un putazo que hasta sus nietos preguntarán por qué se soba.
–¿Y a él por qué?
–¿Cómo que por qué? Desde que se enteró no ha hecho otra cosa que sacarte la vuelta.
–Ha tenido cosas que hacer –lo disculpó–. Es un hombre muy ocupado. La escuela, el trabajo…
–Sabes qué, ya cállate, Fernanda. No puede ser que estés tan ciega.
Fernanda no entendía por qué Julieta estaba tan molesta. Después de todo la culpable de que estuvieran empapadas y no haber llegado a tiempo era ella, Joaquín no tenía nada que ver.
–Eres muy injusta con él.
–¿Injusta yo? –se indignó Julieta–. Para tu suerte eres momentáneamente inmune –aseguró mirándole el vientre–. Siete meses más y te mostraré lo que es ser injusta, a bola de madrazos.
Siguió silencio. Ya había pasado una hora y Joaquín no aparecía; tampoco contestaba el celular. Fernanda tenía miedo de que él la castigara con el silencio, justo ahora que más lo necesitaba.
–¿Ya nos podemos ir? –volvió a preguntar Julieta, calmada con el silencio de los minutos bajo la lluvia.
–¿Y si el camión se atrasó por la lluvia? Esas cosas pasan. El tráfico se pone pesado y…
–Ay no puede ser –exclamó, incrédula. Hizo un gesto con la mano indicándole que se callara, se abrazó el cuerpo y no dijo más.
Cada vez había más hombres bajo la escultura esperando el cese del agua. Fernanda recorrió cada rincón con la mirada por si él estaba ahí, buscándola sin encontrarla.
Nada.
–¡Puta madre! –saltó de nuevo Julieta–. Tengo un pinche frío que no puedo con él. –Cuando el viento arreció, Julieta estaba casi morada y no paraba de temblar–. No puedo creer que estés tan tranquila. Deberías pensar más en ti e irte a dar un baño. Yo como sea, pero a ti, Fernanda, te va a hacer daño.
–¿Y si me voy y llega? Va a pensar que no me interesa y esto es muy importante.
–¿Sabes qué? Tú nomás no aprendes. Ahí espéralo si quieres, yo me voy –anunció.
Y así lo hizo.
Casi de inmediato surgió en el interior de Fernanda una anguila que le nadó por el cuerpo. Se arrastraba en una corriente de tristeza y, precisamente, se le atoró en el cuello cuando Julieta tomó el taxi hacia su casa.
No supo si las gotas que le bañaban la cara escurrían de su cabello o de sus ojos.
Ya eran las ocho y diez. Ahora la escultura estaba vacía.